Ultramarinos antonina y argimiro

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La casa de Antonina se alzaba al borde del camino, justo donde las calles del pueblo se abrían hacia los campos. Era una casa de los años 60, con paredes encaladas, techo de vigas de madera y una puerta ancha de tablones que había visto entrar generaciones enteras de vecinos. Sobre el dintel aún colgaba el letrero oxidado: “Carnicería y Ultramarinos La Antonina”. Antonina había heredado el negocio de su madre, y cada mañana, antes de que el sol asomara por el monte, ya estaba en la cocina afilando el cuchillo sobre la piedra. La cocina era el corazón de la casa: azulejos color crema, un fogonero de hierro, y el olor constante a chorizo curándose entre las vigas. En la esquina, una radio vieja murmuraba noticias mientras el vapor de la achicoria en un viejo puchero empañaba los cristales. El mostrador de mármol blanco aún conservaba las marcas de los cortes precisos, y sobre los estantes descansaban las latas de conservas, los sacos de legumbres, y las botellas de anís y vino que vendía a los clientes. La gente del pueblo decía que Antonina no solo cortaba carne: curaba el alma con sus palabras. Siempre tenía un consejo, una sonrisa o un trozo de queso para quien lo necesitara. Frente a la tienda, al otro lado del arroyo, vivía Argimiro, el pastor. Tenía las manos curtidas por el frío y los ojos del color del cielo de enero. Pasaba los días con sus ovejas en las lomas. Cuando el rebaño descansaba bajo las encinas, él leía las noticias en el periódico de dias anteriores que le cedía don Felicísimo, el cura del pueblo. A veces se quedaba mirando la sierra, como si buscara respuestas entre las nubes. Cada tarde, al regresar, Argimiro ataba su burro junto a la fuente y entraba en la tienda de Antonina. Ella lo saludaba con esa mezcla de dulzura y firmeza que solo tienen las mujeres de campo: —¿Qué te pongo hoy, Argimiro? —preguntaba, limpiándose las manos en el delantal de rayas. —Lo de siempre, Antonina —respondía él, dejando caer unas monedas sobre el mármol—. Un poco de tocino… y un poco de charla, si no es molestia. Ella sonreía sin mirarlo, cortando el tocino con precisión. El silencio entre ambos era cálido, lleno de costumbre. Afuera, el pueblo se dormía entre el olor a pan y a leña. Por las noches, cuando la tienda ya estaba cerrada y el fuego chispeaba en la chimenea, Antonina subía al piso de arriba. Las habitaciones, con sus techos de madera vista y ventanas que daban al valle, guardaban la quietud de lo vivido. Desde allí, podía ver la torre de la iglesia iluminada por la luna y escuchar el eco del viento golpeando las campanas. Nadie en el pueblo lo decía, pero todos lo sabían: entre la carnicera y el pastor había algo más que costumbre. Algo que no necesitaba palabras. Algo tan antiguo y silencioso como las piedras de aquella casa. Esta es la mejor descripción que se puede hacer de esta casa, es lo que se siente al entrar en ella. No hay mejor opción para un redaje, una sesión de fotos o simplemente tomar un café en el mostrador escuchando historias.

Horario

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Martes

06:00 - +06:00

Miércoles

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Jueves

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Viernes

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Sábado

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Domingo

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